No es un cuento de Navidad aunque lo pudiera parecer, pero aprovecho para dedicárselo a todos los que me visitan, y desearles con cariño unas ¡Felices Fiestas!.
No es la primera vez que Benito, que es
casi un crío, se levanta temprano para ir a la ciudad. Aproximadamente una vez
al mes ha de llevar unos cuantos animales (esta vez dos pollos) para venderlos
en el mercado cuando las provisiones familiares empiezan a escasear.
Y
tampoco es la primera vez que obedece la orden de su padre de mala gana. Él se
ocupa de los animales, y sucede que se encariña con ellos, en cuanto les pone nombre.
-No
se puede hablar con alguien todos los días si no tiene nombre, -dice Benito-,
aunque tenga plumas.
“Carol”,
una hermosa gallina robusta, pechugona y de patas fuertes señal de ser buena
ponedora, y “Roque” un apuesto gallo de gran cresta y bonitas plumas de colores,
del marrón oscuro al rojo sangre, y la garganta más clara y ruidosa del
gallinero, eran los elegidos esta vez para el sacrificio. Los dos tenían en
común sus ojos, unos círculos diminutos como pildoritas brillantes y en
constante movimiento, que miran al muchacho con curiosidad y extrañeza al notar
el espacio reducido de la jaula donde están desde hace un rato para hacer el
viaje.
Y
qué puede hacer Benito si no lamentarse
en silencio, -la vida es así- le decía su padre. De no venderlos, pensaba, hasta se alegraría… pero sólo a medias.
Por el camino se preguntaba quién se los
compraría y hacía verdaderos esfuerzos para no imaginárselos en el punto final;
en una bonita bandeja con muchos adornos comestibles alrededor y untados de
pringosas salsas, en el centro de una gran mesa y quién sabe si acompañados de
algún que otro animal de su linaje; un pato a la naranja, un cochinillo asado
con una manzana en la boca o unas perdices escabechadas del día anterior. Y
sentados a la mesa, personas muy elegantes esperando para empezar el festín.
Los
pensamientos le hicieron más corto el camino y sin darse cuenta se plantó en la
alegre y ruidosa ciudad. La gente entraba y salía de las tiendas con prisas y
se apañaban para no tropezar con los
montones de nieve acumulados en las aceras. En casi todos los escaparates había
carteles donde se leía:
“Se prohíbe vender toda clase de animales de
corral.
Peligro de contagio por una peste
desconocida”.
Benito
se quedó ensimismado mirando el cartel, y hasta que no le llegaron los mocos a
la boca no se dio cuenta de que estaba
llorando, aunque no sabía exactamente por qué.
(Publicado por primera vez en el blog amigo: TALAVÁN TALAVÁN CUENTA).
Imagen Internet
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