martes, 29 de enero de 2013

A pesar de todo


 Siempre que puedo vengo  a la casita de campo de la familia para descansar,  recobrar  fuerzas,  renovar las ideas y ensanchar mi mente. El jardín aunque descuidado conserva las primitivas formas de cuando aún vivían mis padres y lo cuidaban con esmero, y todas las primaveras sigue ocurriendo el milagro convirtiéndose en un pequeño paraíso por el que pasear y perder el tiempo  admirando la belleza de las plantas y los árboles, sobre todo ahora que llega el final del invierno y los almendros  empiezan a mostrar su esplendor  de avanzadilla blanca y rosada,  el  punto de partida  antes de  que la primavera explote y cambie el paisaje por una temporada.
Estoy sentada en el banco de madera que hay en el jardín desde donde se ve el árbol, un enorme roble centenario que le da sombra  y categoría a la casa, y que  sin querer  como siempre me ocurre,  me trae a la memoria aquel fatídico verano.


 Yo era la más pequeña de los hermanos hasta que él nació. Desde que supo andar fue como mi sombra, como un grano en la nariz; siempre lo tenía delante o detrás. Fui su compañera de juegos y él fue el mío  y aunque siempre estábamos regañando por alguna  tontería (más de una vez le sacudí  aprovechando que yo era  mayor y por tanto su protectora cuando me invadía el instinto maternal),  tampoco podíamos estar separados,  y esto se acentuaba por el verano cuando  no íbamos a la escuela y compartíamos todas las horas del día.
Como  siempre a finales de junio nos trasladamos a esta  casa de campo,  aquí pasé los momentos más felices de mi vida hasta el día en que Manuel murió.
Ya sólo recuerdo que la pelota estaba colgada del árbol cual fruto tentador, me preguntó si subía a por ella y yo le dije que sí.  A mi corta edad  ya sabía que se  podía  caer   y  hacerse daño, pero la palabra muerte aún no estaba en mi vocabulario y menos aún su significado en mis entendederas.
 El grito de mamá  llamándole para ver si despertaba me persiguió años y años. Nadie se dio  cuenta  que yo estaba  acurrucada en este mismo banco, ajena a la realidad de aquel larguísimo y angustioso momento.
 El verano siguiente fue el más difícil para toda la familia, y todos al llegar echamos una esquiva  mirada al árbol, imponente y culpable, en su sitio   y con  la rama,  todavía rota, que debió de ser su brazo protector. Seguía dando sombra  a la casa, desde entonces más silenciosa y también sigue guardando mi secreto que tantas veces me atormentó;  podía haberle dicho que no subiera y no lo hice, por eso siempre pensé  que  me miraba  rencoroso por no haber dicho  nunca la verdad.
Calladamente hicimos las paces cuando mis hijos empezaron  a corretear por el jardín y se sentaban a su sombra en las tardes asfixiantes de julio y agosto. Entonces comprendí lo que representaba para mí; él fue el último que le tuvo en su regazo y, junto conmigo, el que  escuchó sus últimas risas y el ahogado grito al caer. Cuando paso por su lado alargo el brazo hasta que mis dedos rozan su dura  y áspera corteza como quien saluda a un amigo. Ya me imagino su aspecto alegre y festivo cuando dentro de unos días  nos  acoga a todos para celebrar la boda de mi hijo mayor, el otro Manuel de la familia.
Un suspiro que casi me sale de los talones me deshace el nudo de la garganta y en parte me libera el corazón de toda culpa, era necesario para estar bajo sus ramas como si fuera un templo, sin remordimiento ni rencor.

Empieza a refrescar y me ajusto el chal de lana que llevo sobre los hombros. Estamos en febrero,  me lo recuerdan los almendros floridos que tanto me gusta mirar.
A pesar de todo, es aquí donde me gusta venir cuando quiero  huir del mundanal ruido. El silencio ya no es acusador.

P. Merino
Imagen: Ben Goossens


lunes, 21 de enero de 2013

EL SAPO DEL DÍA





Es inevitable; todos los días además de las tostadas, los epañoles nos desayunamos con un sapo, o dos, a cual  más desagradable.


Y me digo yo, si es que ahora  ya no los utilizan (a los sapos) para averiguar  el embarazo de las señoras,  o si es debido a la bajada de la natalidad. No lo sé, "no me consta"

Pobre del despistado que se lo trague y no tenga  facilidad para vomitar.



P. Merino
Imagen: Janet Skile

viernes, 11 de enero de 2013

INSTANTÁNEA





¡Qué bien nos sacaste en la foto!
A mí me cogiste de improviso cuando quería birndar por aquélla tarde especial.
Para ello nos reunimos en la parte más agradable del jardín para pasar la tarde. A los niños no se les ve, en ese momento andaban cerca del pequeño estanque  haciendo sufrir a los pobres peces de colores. De un momento a otro aparecería alguno llorando y empapado hasta los huesos, y habría que consolar y cambiar de ropa al  inocente que se dejó empujar.
Ellos, habían ido a buscar el hielo para las bebidas, y de paso atender  la barbacoa, antes de que se chamuscaran las chuletas.  Los ladridos de  los perros que habían empezado a juquetear en ese momento me hicieron levantar la voz y repetir lo que decía. "Bien por nosotras, que aprovechamos ese momento,"  momento que se quedó congelado igual que nuestras sonrisas.

La foto te gustó tanto, que después hiciste esta  maravillosa acuarela.

P. Merino.

Acuarela: Carolyn Brady.