martes, 27 de marzo de 2012



VIAJE A GRANADA

                           Fotos: P. Merino
         “Quiero vivir en Granada
          solamente por oír
          las campanas de la vela
               cuando me voy a dormir”…

            (Hace mucho tiempo que conozco esta canción)

            Y por fin descubrí Granada. Y en la Alhambra he visto la torre de la vela, la más alta de todas las que allí hay, y la campana que según la copla,  escuchaban  para ir a dormir.
             Aunque las cosas y los sitios estén desde hace mucho tiempo (en este caso siglos) parece que no existen hasta que no los conoce uno mismo.
            Decir  Granada, es decir Alhambra, Generalife, Albaicín, Sacromonte… pero sobre todo “Alhambra” (Palacio Rojo)
            No quiero perderme entre fechas y nombres, dinastías, épocas, construcciones, conquistas, reconquistas, reformas, añadidos, abandono… el abandono que ya denuncia Washington Irving cuando en 1829 viaja hasta allí para inspirarse en su libro “Cuentos de la Alhambra”, que leí hace tiempo y al que he recurrido ahora para confirmarlo. Dicen que el gobernador le cedió unas habitaciones y existe una placa que lo recuerda.
            “Es Irving quién nos da a conocer el olvido, la negligencia patente en el palacio, cuya arquitectura nazarita se había visto alterada, con pretensiones de enriquecimiento por reyes cristianos e invasores napoleónicos, y que se conservaba sin más custodia que la de una anciana guardesa, una guarnición inactiva y unos habitantes empobrecidos”. Y es cuando se conoce el libro cuando se empiezan a interesar por La Alhambra.
            Y aparte de todo lo dicho, quisiera resaltar la emoción de estar en este sitio que por fin existe (para mí). Maravilloso todo el conjunto, los palacios, las estancias con esas ventanas misteriosas al contraluz que dejan ver el paisaje,  las casitas blancas que pueblan el Albaicín, recortándolo con forma ojival. Los espléndidos techos de madera que parecieran esculpidos por ángeles, por la altura, en tiempos adornados con estrellas de plata, y que  después  fueron desapareciendo  como muchas otros cosas. Parece que la altura no era tanta.
            Los jardines rodeados con esa planta que la da nombre al patio más famoso y fotografiado  “Patio de  Arrayanes”, el del estanque - espejo donde se mira el palacio creando una doble imagen encantada para impresionar a los embajadores que esperaban a ser recibidos por el sultán reinante. Imagen maravillosa ahora un poco más difícil de contemplar por tantos visitantes que sólo quieren hacer fotos y fotos, igual que yo.  A pesar de eso, la magia existe si puedes abstraerte unos minutos y contemplar  sin pensar en nada, y no reparar en  los que vienen por detrás  ni al grupo  de alemanes que van delante, lentos… a piñón fijo.

             El arte, que se recrea por todos los sitios te hace estar alerta porque en cualquier rincón hay algo que admirar. El Patio de los Leones,  recién incorporados a su espacio habitual después del largo proceso de recuperación. Los arcos que lo rodean causan la misma admiración  que  las primorosas labores  de encaje  realizadas por expertas manos de mujeres, y que hay  que reconocer a la paciencia , el gusto y el amor por la belleza de los árabes.
            El Palacio que mandó construir Carlos I,  para que su esposa estuviera mejor acomodada (y que no se terminó),  cuando lo veía en fotos me parecía que no encajaba en el conjunto, ahora, sin quitar el valor que por sí solo tiene, me sigue  pareciendo un poco  “parche”, con perdón de los entendidos.
                 
            Un poco más arriba de la montaña, el Generalife;  lugar de más emociones, más palacios, más ventanas por las que ver y no ser visto, más fuentes susurradoras que empiezan o terminan bajo los arcos de verdes setos sombríos, para que el agua tenga más  frescor. Y una curiosa “escalera del agua”, con  regatillos para discurrir  por lo que sería los pasamanos. El agua siempre tan presente e importante para gentes que vinieron  del desierto. Las piedras y el agua  compañeros inseparables
            Y desde allí otro regalo, la vista espectacular de  La Alhambra asentada en la montaña y más abajo Granada, la mora, la cristiana, la bella, la deseada.
              De la que dijo el poeta:

                 “Granada, ninguna ciudad se te asemeja
                   Ni en Egipto, ni en Siria, ni en Irak,
                   Tú eres la novia
                   Y esos países son tu dote”.

 (León el Africano, Amin Maalouf)
 Libro que  cuenta  en parte, la vida de los vencidos, los reconquistados.


 Viaje a Granada  con mis compañeros de tercer año de Humanidades  de la Universidad de Mayores. Universidad de Alcalá de Henares.                                    

 Puri.       

miércoles, 21 de marzo de 2012

          DÍA MUNDIAL DE LA POESÍA


          Poesía

Vino, primero, pura,
vestida de inocencia.
Y la amé como un niño.
    Luego se fue vistiendo
de no sé que ropajes.
Y la fui odiando sin saberlo.
    Llegó a ser una reina,
fastuosa de tesoros...
¡Qué iracundia de yel y sin sentido!
...Mas se fue desnudando.
Y yo le sonreía.
    Se quedó con la túnica,
de su inocencia antigua.
Creí de nuevo en ella.
    Y se quitó la túnica
y apareció desnuda toda...
¡Oh pasión de mi vida, poesía
desnuda, mía para siempre!

                              Eternidades (1918)

DE JUAN RAMÓN JIMÉNEZ. 
    
 Por casualidad, hoy nos tocaba en clase de Literatura. 

martes, 6 de marzo de 2012

Semana de almendros y de mujeres



            Porque los almendros  todavía no han hecho acto de presencia. Y por  las mujeres que siempre están, han estado y estarán presentes, pero incompresiblemente hay que recordarlo una vez al año,  como a los almendros.


                                                  Cuando me da por pensar

Hay más caminos, pero yo prefiero pasar por donde están los almendros.  Forman un  pasillo de tres  a cada lado y es un verdadero placer mirarlos cuando se ponen, todos a la vez, su anual vestido rosado cual  bailarinas de un ballet. Y sabiendo que me encanta su apariencia, me  engañan una vez más haciéndome creer que el buen tiempo  ya llegó, y que son compatibles con el frio o la nieve. Después se  camuflarán con  un color gris impreciso, para no estar “visibles”  cuando las nevadas tardías se presenten y les hagan quedar por  mentirosos.
   El camino que a mí me gusta podría llevar a cualquier otro lugar  más interesante,  como un bello jardín, un gran parque, o una hermosa  casa de estilo inglés, por decir algo. Pero no;  los almendros en cuestión adornan la entrada del  supermercado al que voy todos los días. La costumbre y la monotonía me dan  libertad para imaginar  otras cosas.
Y mientras transito por los pasillos atestados de cosas de comer y decido cual será el menú del día,  me da por pensar, me pasa muchas veces. Esta vez, en aquél país lejano gobernado por un Jeque árabe que mandó plantar una montaña entera de almendros, y cuando estuvieron  en flor, se lo ofreció a su amada, la favorita de su harem, porque un día se quejó de que no conocía la nieve.
Distraída  por estas cosas  no me doy cuenta de que por el pasillo de los yogures he pasado ya tres veces y que habré de cruzar hasta el otro extremo del laberinto para llegar donde está la frutería. Llego, y mientras mis ojos buscan los tomates para ensalada, me acuerdo, no sé porqué,  de otro  país muchísimo más lejano  donde hay  más montañas y más grandes y donde  no se cuenta con   los  almendros para  engañar  ni  complacer.
Allí, imagino a una mujer que  en nombre de muchas  se atreve a decir,  “Queremos salir de esta torre de tela que nos cubre de los pies a la cabeza para admirar  el  paisaje en toda su extensión, abarcar con la mirada lo de cerca y lo lejano, poder fijarnos en los detalles de las flores y la majestuosidad de los árboles.  Que cuando nos hablen nos miren a los ojos, y nosotras veamos con claridad los suyos. Queremos que el aire nos dé en la cara y nos alborote el pelo y que nadie se preocupe ni se ofenda  por ello”.
No quiero ni imaginar  lo que pudo ocurrir si algún jeque la escuchó. 
Este pensamiento que me gusta más y menos  (según se mire), me viene a la cabeza justo cuando tanteo los tomates con más interés del debido. Eso me vuelve a distraer y me olvido del asunto, con la misma facilidad que me quito   el guante   talla-única  que hay dispuestos  para  este menester.
Afuera, los almendros me esperan para presumir otro rato.
 Pero al salir,  decido pasar por otro camino que tiene plantados unos cuántos lilos,  que más adelante serán otro regalo para la vista.
 Teniendo en cuenta que no tengo casa con "patio particular", verdaderamente soy una privilegiada.

 
  Puri